Napoleón y el poder de lo vulnerable

Autor: MMM

Napoleón conoció derrotas históricas. El invierno ruso deshizo un ejército que parecía invencible; la guerra en la península ibérica erosionó un dominio que ya comenzaba a mostrar fisuras, y Waterloo selló su caída definitiva. Sin embargo, hay otra escena, mucho menos épica y difícil de integrar al relato heroico del poder: una tarde en la que el emperador fue rodeado y sometido no por ejércitos ni armas, sino por cuerpos pequeños y peludos que avanzaban cuando la huida despavorida era lo esperable. Quienes vivimos con conejos sabemos que no siempre retroceden; a veces se acercan , insisten y muerden. Aquella jornada no hubo combate ni gloria. Hubo proximidad. Y frente a lo cercano, lo vulnerable y lo que no encaja en sus categorías, el poder suele quedarse sin guión.

La anécdota es narrada por Paul Thiébault, general militar francés de la época,  y suele mentarse como curiosidad, una pausa liviana en una biografía saturada de mapas redibujados y cadáveres acumulados. El relato del episodio persiste porque contiene un humor que incomoda. No aporta lecciones estratégicas ni confirma de algún modo el carácter del emperador. Sí lo deja mal parado porque hace tambalear la idea de su grandeza. Ocurrió en 1807, durante una jornada de caza organizada precisamente para celebrarlo a él y su victoria en la batalla de Friedland: oficiales, escopetas, bayonetas, fustas, un paisaje dispuesto para la merecida distracción del vencedor. Para asegurar el éxito, se mandaron a reunir miles de conejos, traídos desde granjas aledañas. Cuando los animales fueron soltados, no huyeron hacia el monte como se esperaba. Avanzaron. Acostumbrados al contacto humano, asociaron la presencia del hombre con alimento y hace días no comían. Todos quienes vivimos con conejos sabemos que su voracidad los puede transformar en pequeñas pirañitas peludas en busca de hojas, frutas, verduras y demases. Rodearon al emperador, treparon sobre sus botas, se amontonaron alrededor del carruaje. Los intentos de ahuyentarlos resultaron inútiles; no podían dispararles a todos, intentaron alejarlos con las bayonetas, pero eran demasiado. Napoleón tuvo que retirarse entre risas nerviosas, protegido por sus ayudantes, mientras los conejos seguían acercándose y flanqueaban su carruaje. La cacería terminó antes de empezar. No hubo heridos más que los conejos y por supuesto no hubo gloria, solo una escena imposible de integrar al relato épico: el hombre que había puesto gran parte de Europa bajo sus botas retrocedía ante animales demasiado pequeños como para justificar el miedo.

El poder siempre se imagina a sí mismo frente a adversarios que justifican su forma. Necesita oposición clara, distancia, un escenario donde desplegar control. Los conejos no ofrecieron nada de eso. No parecían una amenaza. Tampoco parecían un error. Estaban ahí, avanzando sin intención política, sin conciencia histórica.

Napoleón creyó que cazaría conejos salvajes, pero eran conejos de granja. Animales acostumbrados a la presencia humana, al alimento entregado, al encierro ordenado. No reaccionaron como se esperaba. No se dispersaron. Se acercaron porque habían aprendido que del humano proviene lo necesario. Aunque a veces también lo dañino.

Confundir lo salvaje con lo domesticado no es un detalle menor. Es una forma de lectura del mundo. Creer que lo dependiente no presiona, que lo pequeño se adapta, que lo vulnerable acepta el lugar que se le asigna. Las catástrofes no suelen venir de lo desconocido, sino de aquello que creemos haber clasificado del todo. Los conejos no buscaban nada más que saciar el hambre. No querían desplazar a nadie. Solo existían en número suficiente como para volver incómoda la escena. El emperador, por un momento, dejó de ser una figura lejana. Fue un cuerpo rodeado.

Las leyes también operan así. Se anuncian como gestos de cuidado, pero al mismo tiempo ordenan el mundo con una precisión fría y silenciosa. Nombran algunas vidas y dejan otras fuera del marco. Quizás no por algo que podríamos catalogar como maldad a priori, sino por lógica. Proteger implica elegir.

En Chile, la promulgación de la Ley N.º 21.020 sobre tenencia responsable de mascotas y animales de compañía —conocida como Ley Cholito— fue leída como un avance necesario. Perros y gatos ingresaron al lenguaje jurídico del amparo. Otros animales quedaron fuera. Entre ellos, los conejos domésticos. No porque sean salvajes, sino porque no encajan. No producen alarma. No concentran afecto masivo. No tensionan el espacio público. El conejo vive cerca. Depende por completo de decisiones ajenas. Su sufrimiento no interrumpe nada.

La reciente elección presidencial puede leerse como la continuidad de una lógica ya conocida y familiar en la organización del poder, en la que las normas y políticas públicas reflejan ciertas prioridades y dejan otras fuera del marco de protección. En este contexto, la figura que asumirá la presidencia —quien en su momento fue el único en votar contra esa ley— no aparece como una excepción, sino como parte de una visión coherente del orden: gobernar supone jerarquizar y recortar. La exclusión no siempre adopta formas visiblemente violentas; a veces opera, simplemente, a través del silencio.

Esa misma lógica se expresa con claridad en el diseño de la Ley Cholito. El poder confía en que ciertas vidas quedarán fuera de la escena: se las piensa como un resto, algo que no alcanza a perturbar el orden, un detalle que puede dejarse para más tarde. La ley fue, sin duda, un paso importante para reconocer la responsabilidad sobre perros y gatos, reduciendo el abandono y visibilizando una relación afectiva que antes no tenía una norma clara en nuestro país. Pero en esa norma, hecha con la urgencia de calmar crueldades urbanas y faros mediáticos, quedaron fuera muchos cuerpos que también dependen de decisiones humanas, animales cuya vulnerabilidad no encaja en categorías cómodas. Los conejos domésticos no fueron listados como “mascotas o animales de compañía” reconocidos formalmente por la ley. Eso significa que, aunque aman, sufren y existen, no gozan de la misma protección legislativa que los perritos y gatitos.  

Esa distancia legal no es abstracta. Se traduce en escenas concretas y reiteradas. La protección jurídica de los conejos parece hoy más lejana que antes, no porque el daño haya aumentado de pronto, sino porque la ampliación del horizonte de cuidado no aparece, por ahora, como una prioridad para los próximos años. Basta recorrer una feria para ver conejitos y roedores a la venta: hacinados en jaulas mínimas, heridos, expuestos al sol, tratados como mercancía completamente prescindible. No hay fiscalización suficiente ni un marco claro que interrumpa esa violencia cotidiana. Cuando una especie queda fuera del lenguaje del amparo, su sufrimiento no activa urgencias ni prioridades. Existe, pero no irrumpe. No obliga a mirar.

Mientras tanto, en otras latitudes se han ensayado movimientos de otra naturaleza. En Perú, por ejemplo, se ha avanzado en una ley que reconoce a las abejas nativas amazónicas sin aguijón como sujeto de derecho. No se trata solo de reforzar su protección ni de subrayar su valor ecológico, sino de un gesto más radical: desplazar a estos animales del lugar de objeto a administrar, hacia el de la existencia jurídicamente reconocida. La abeja deja entonces de importar únicamente por su utilidad para el humano o por su función en la biodiversidad, y comienza a importar por sí misma. Esa norma no es ornamental ni simbólica. Introduce en el marco legal la idea de que hay vidas que no necesitan ser queridas, productivas o carismáticas para merecer resguardo, aunque sabemos que ese no es precisamente el caso de nuestros gorditos, queribles, simpáticos y difíciles de ignorar. Reconocer a una especie como sujeto de derecho implica aceptar que hay formas de existencia que no dependen del afecto o el espejo humano para ser defendidas.

Ese contraste importa porque marca una diferencia en el sentido del tiempo político. Mientras en otros contextos se ensayan formas de ampliar el lenguaje del derecho hacia vidas tradicionalmente relegadas, en Chile el horizonte de protección animal parece haberse estrechado. No se trata de retrocesos visibles ni de gestos abiertamente hostiles, sino de algo más sutil: la ausencia de impulso para seguir ampliando lo ya iniciado. La Ley Cholito quedó como un límite más que como un punto de partida, y quienes permanecieron fuera de ese marco legal continúan siéndolo, sin que su situación active urgencias ni debates. En ese escenario, la protección se vuelve una promesa suspendida: existe como posibilidad pasada, pero no como proyección futura.

El poder confía en que esas vidas permanecerán quietas, ocupando y multiplicándose en peladeros urbanos tras el abandono  y a merced de ser reventadas en calles y autopistas cada vez menos rurales. Cree que quienes no figuran bajo el amparo de la ley (cualquier ley) no presionarán, no interrumpirán, no ocuparán la escena política. Eso es una forma de lectura del mundo: asumir que lo que no está reconocido no existe para el orden jurídico. Pero la realidad no funciona así. La exclusión no hace desaparecer a los cuerpos. Solo borra su pertenencia al campo de lo políticamente imaginable.

Es urgente, entonces, imaginar leyes que incluyan explícitamente a conejos, roedores y otras especies pequeñas, porque la protección no debería depender de la simpatía popular ni de la visibilidad mediática. La ciencia nos recuerda que la domesticación cambia pero no anula la sensibilidad; que la atención al bienestar no puede ser una jerarquía arbitraria de afectos. Integrar esas vidas en el marco legal no es solo una cuestión de justicia para los animales, es una prueba de la amplitud ética de una sociedad.

Napoleón huyó de los conejos y el mundo siguió funcionando. El imperio no se resintió. La historia no cambió de rumbo.

Pero algo quedó expuesto. No una derrota, sino un desajuste. El poder no supo leer la escena. No supo qué hacer con aquello que no consideraba digno de enfrentamiento. No porque fuera peligroso, sino porque era demasiado pequeño, demasiado cercano, demasiado vulnerable como para imponer distancia.

Tal vez por eso esta historia reaparece una y otra vez, no solo como una anécdota graciosa, sino como señal de un punto ciego persistente. El problema nunca fue el conejo. Fue la mirada que no supo —o no quiso— detenerse en aquello que no interrumpe, que no amenaza, que no obliga a mirar.

 

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