El Reemplazo Navideño
Gruñón nunca había madrugado sin comida de por medio. Y menos en diciembre, ese mes en que todo el mundo se vuelve insoportablemente amable. Pero ahí estaba él, con su pelaje negro apelmazado por el frío, pareciendo absorber toda luz navideña que intentara acercarse. Aquél día no daba un paseo cualquiera: tenía una entrevista laboral. Max, el perro del Grinch había sufrido una torcedura de cola en plena temporada alta. Gruñón había leído el anuncio de trabajo con un leve resoplido: “Se busca asistente navideño. Trabajo duro, mala paga, constante exposición a villancicos melosos. La aversión a la alegría es un requisito excluyente”. Un trabajo hecho a su medida.
Llegó al acantilado nevado donde vivía el Grinch. La dirección era correcta, estaba en una guarida mohosa y atiborrada de paquetes y bolsas. Las puertas, torcidas; las luces, fundidas; el cartel, escrito con crayolas. El Grinch lo esperaba sentado detrás de un escritorio cojo, con escarcha en la nariz y ojeras abultadas que parecían dos medias navideñas mal colgadas y rellenas de mermelada. —
Veamos… —dijo el Grinch, hojeando un formulario arrugado—. ¿Nombre?
—Gruñón —respondió él, sin inflexiones. Las palabras cayeron como piedras.
—Adecuado —musitó el Grinch—. ¿Experiencia en sabotaje navideño?
—Fui jefe de recursos inhumanos de La granjita de conejino. Coordinaba horarios de irritación, organización de refunfuños y destrucción estratégica y sistemática de envoltorios bonitos. Todo con estos cuatro dientes de enfrente.
El Grinch levantó una ceja, interesado. —Nada mal. ¿Tiempos de reacción ante la ternura? —Altos.
Muy altos. De hecho… creo ser inmune.
El Grinch tomó nota. Todo parecía ir bien. De pronto, desde una puerta lateral entraron varios conejitos pequeños, de esos que aún huelen a leche y mueven las patitas con ternura. Los conejitos lo rodearon como un enjambre de algodón vivo. Gruñón respiró hondo, sin inmutarse. Uno le acomodó el corbatín, otro le dejó una ramita de ballica fresca en la pata, un tercero se aferró a su oreja como si fuera un salvavidas. Conejino permaneció firme, mirando al vacío con la paciencia fría de quien ya ha visto mil veces ese truco. —Tengo experiencia soportando conejitos bebés; ya nada me sorprende. El Grinch observó la escena, algo desconcertado. —Bien… si ni estos te doblan, pasemos a la parte mecánica de la prueba. Chasqueó los dedos y, desde otra esquina de la guarida, emergió una máquina metálica, ruidosa, llena de tubos y palancas torcidas. —Te presento mi orgullo: la máquina roba-villancicos. Absorbe todo canto dulce y pegajoso antes de que llegue a mi cueva.
—¿Funciona? —preguntó Gruñón, apartando a un conejito que aún se negaba a soltarlo.
—Claro que sí —dijo el Grinch, golpeándola—. Excepto cuando no. Gruñón observó la máquina con una mueca tan profunda que parecía tragarse la navidad entera.
—Pues está mal calibrada —sentenció—. Si realmente quisieras eliminar los villancicos, empezarías por quemar las partituras originales. Luego harías un barrido acústico de la región. Y prohibirías los tontos gorros de lana con pompones. El Grinch parpadeó, sorprendido.
—¿Un… barrido?
—Para extinguir cualquier rastro rítmico —explicó Gruñón—. Campanas, coros, cualquier “la-la-la” disperso en el ambiente.
Los conejitos se encogieron. El Grinch también.
—Vaya… —murmuró—. Ese odio festivo… es profesional.
Gruñón cruzó los brazos.
—Si voy a ser tu asistente, quiero resultados serios.
Nada de “excepto cuando no”. Eso es para aficionados. Me forjé con la mejor jefa del mundo, que da la casualidad de ser también mi mamineja.
El Grinch sintió un tirón en su orgullo antinavideño,
—Aquí el mayor enemigo de la Navidad soy yo —recalcó.
Gruñón lo miró, firme como el hielo.
—Por ahora. Los conejitos se escondieron. La cueva quedó en silencio. Y en ese instante, como un trueno suave, el Grinch entendió algo que no quería entender. Que quizá, solo tal vez, ese gruñón de pelaje oscuro, podía, contra toda lucidez, quitarle el título más seguro, el de archienemigo navideño, temido, huraño y desdeñoso dueño, y al Grinch, maestro del ácido rencor, le brotó un gruñido lleno de temor, pues Gruñón superaba su maldad con feroz empeño.
Al entender esta peligrosidad inminente del diminuto conejo al Grinch no le quedó otra solución que exclamar con pánico e histrionismo fingido:
-¡El siguiente!-
mmm